Las mujeres venezolanas, ayer y hoy
Algunas cosas que he pensado después de releer Ana Isabel, una niña decente e Ifigenia. Agradezcamos las libertades que nuestras abuelas no tuvieron.
Leí por primera vez Ifigenia cuando tenía unos 12 o 13 años. María Eugenia Alonso se volvió mi heroína: bella, rebelde. La siguiente vez que leí esa novela tendría quizás 20 años y era una estudiante de sociología bastante intensa, seguramente también insoportable en mi arrogancia. En aquel momento no soporté a María Eugenia, me pareció frívola. Hoy probablemente diríamos que era sifrina, con su afán por las sedas, los sombreros y el maquillaje. Esta relectura, pasados mis 50 años, me han revelado otra mirada: ahora pienso que la historia se trata sobre la domesticación de María Eugenia, sobre las garras de esos valores y costumbres de la tradición, capaces de asfixiar a esa joven lectora de Voltaire.


Entre Teresa de la Parra y Antonia Palacios hay 25 años de distancia. Sin embargo, tanto Ifigenia como Ana Isabel, una niña decente transcurren en la misma Caracas de principios del siglo XX: las casas coloniales que aun conservaban sus patios llenos de plantas, las ventanas enrejadas detrás de las cuales se encontraban recluidas las mujeres decentes. Después de leer ambas novelas seguidas me quedé con dudas (intrascendentes, lo sé) como si habría luz eléctrica en la casa de Ana Isabel. No hay vestigios sobre eso en su relato.
Volviendo a las novelas, María Eugenia y Ana Isabel nos cuentan cómo se quedaron detrás de los barrotes de sus casas: María Eugenia después de la muerte de su padre y de disfrutar de viajes, lujo y teatro en París; Ana Isabel, después de su niñez jugando libre con los otros niños de la plaza La Candelaria. La decencia es una necesidad para estas mujeres pobres que necesitan casarse para lograr su sustento. Ambas tienen una pasión de vivir, de conocer, que no es cónsona con este plan de ser objetos de subasta.
Con Ana Isabel no sabemos lo que pasará, es apenas púber cuando ya no puede salir más a jugar. Qué vida le tocará, quién la pretenderá y la sacará de su aislamiento, no lo sabemos. Aun es pronto para saber. Pero María Eugenia se va a casar con César Leal, un señor con el que Teresa de la Parra no escatimó esfuerzos para describir sus defectos: machista, vulgar, arrogante. Solo podría ser peor si nos dijera que tiene joroba o le faltan 3 dientes, pero la autora no llegó a ese exceso. A María Eugenia nadie la ha obligado a casarse, su familia no llegó a saber que ella no estaba enamorada de él. Las normas que la obligan a casarse están al final de la novela suficientemente interiorizadas.
Así como siempre me he preguntado si yo habría tenido el valor de mi abuela viuda para mudarse a Caracas con cinco hijos buscando un futuro mejor, hoy me pregunto cuántas de nosotras nos habríamos escapado con Gabriel Olmedo en busca de la felicidad. Todavía mujeres del siglo XXI y con títulos universitarios se niegan a divorciarse aun viviendo diversas formas de infelicidad matrimonial, tanto por el miedo al qué dirán como por la dependencia económica en que las ha sumido el haberse dedicado solo al cuidado de sus hijos.
Pero nuestra juventud fue sin duda una historia muy distinta a la de estas novelas: ya no hubo barrotes que nos escondieran, pudimos estudiar, viajar, trabajar. Sin embargo, siguen existiendo tabús que nos agobian: la obligación de la maternidad y, no podía faltar, de la decencia. Cuando publiqué en Cinco 8 este texto titulado Fe de vida (que escribí estando profundamente enamorada), me sorprendió que los comentarios en mis redes sociales decían “valiente”. Resulta que en pleno siglo XXI hace falta valentía para hablar de los deseos de una mujer.
Leyendo con sufrimiento las últimas páginas de Ifigenia, pensando “pobre mujer, cómo se va a casar con este imbécil”, tuve la dicha de acordarme de un libro de cuentos de Ángeles Mastretta donde había todo un catálogo mujeres sobreviviendo a maridos impresentables. Una de las mujeres, cuando el marido muere, sentencia; “el mejor momento de la vida de una mujer es la viudez”. Y este pensamiento me tranquilizó y ese fue el deseo para María Eugenia que me permitió terminar el libro: ojalá haya tenido una pronta viudez. Seguirá en casa, porque del imperativo de la decencia no va a poder zafarse, pero al menos podría estar allí tocando el piano, enseñando francés a sus hijos. Sobre todo, podría seguir leyendo y escribiendo.
Noticias para los lectores:
Gioconda Espina reseña Mi padre, el Aviador en la página web de Provea.
A mí me también me partió el corazón el final de Ifigenia... Hasta el día de hoy una de mis favoritas.