¿Me estoy volviendo una abuelita?
Pensando sobre la finitud en tiempos de campaña electoral
Los compañeros de la oficina me cuestionan, que no estoy tan mayor. Pero cuando llegué a la casa después del viaje que les conté el mes pasado, me resbalé en la ducha y terminé con una lesión en mi rodilla derecha (ya operada de un ligamento roto hace más de 10 años). Pasé varias semanas coja, poniéndome hielo y sin poder salir a caminar. Ustedes pueden insistir todo lo que quieran en que a los cincuenta uno sigue siendo joven, pero no pueden refutar que terminar lesionado por un mal movimiento en la ducha es un accidente típico de abuelita. Es más, los reto a que me cuenten si han conocido alguien de veinte o treinta años a quien le haya pasado algo semejante.
Si a ese percance de salud sumamos que mi hijo menor ahora usará camisa beige y que está en la directiva de su actividad extraescolar, notar cómo envejezco ha sido un tema central en este último mes. Tengo pocas arrugas, es verdad. Creo que me veo más joven que mi mamá a esta edad. Las canas están allí y las ignoro bastante, no quiero convertirme en una adicta al tinte quincenal. Estoy tratando de reconciliarme con mis kilitos extra; lo logro casi siempre, pero es especialmente difícil cuando toca ponerse un traje de baño.
En estos días que he pasado pensando en mi vejez recordé una conversación con un viejo amigo en la que nos preguntábamos cuánto tiempo nos puede quedar. Y me pregunto yo misma, ¿cuántos años pueden quedarme, lúcida, para disfrutar las cosas que me gustan? Pueden ser veinticinco, treinta quizás. Empieza a parecerme poco tiempo para las cosas que aun quiero hacer, lo que quisiera leer, lo que quisiera escribir. Pensando esas cosas se hace más dura la cotidianidad: pasar horas en el tráfico, madrugar para hacer loncheras, doblar la ropa limpia los domingos en la noche, enfrentar problemas tontos en el trabajo. Y vuelve el apremio, cuándo y cómo voy a hacer para dejar de postergar tantos proyectos.
Este ánimo no ha sido muy festivo, como pueden notar. Y me toca además explicarles, porque seguro ya han notado que me he estado haciendo la loca con el panorama de las elecciones presidenciales que ya están a la vuelta de la esquina. En un artículo que escribí hace tiempo para Cinco8 (y que luego desarrollaría mucho más para mi libro) ya mencionaba que resulta opresivo que, por ser una víctima, haya unas posiciones políticas que se supone yo debería tener. También escribí allí que a mi mamá le preocupa que escriba las cosas que pienso y no por el gobierno (con estos señores mi riesgo es por el trabajo de denuncia desde Provea, no por mis intrascendentes ideas políticas) sino por los mensajes de odio que suelo cosechar desde el público opositor. Antes me lanzaba tipo comando suicida, con el cuchillo en los dientes, a la batalla con las jaurías de las redes sociales. Pero últimamente tengo poca fe en que eso sirva para algo. O me da flojera, no sé.
La última vez que escribí sobre política por acá les conté del entusiasmo por las primarias. En los meses siguientes pasamos todos una suerte de angustia porque parecía posible que, ante la inhabilitación de María Corina, no hubiera acuerdo para que tuviéramos un candidato unitario. Pero se alcanzó un acuerdo en el último minuto y ahora estamos en una campaña electoral sui generis, donde quien lidera la movilización a lo largo y ancho del país es una mujer que no es la candidata.
Ahora está de moda hablar de María Corina, pero mucho antes de estas movilizaciones, ya Anais y yo estábamos pensando en dedicarle un capítulo de Kairós (otro de los proyectos postergados) porque es ciertamente una figura novedosa; un liderazgo femenino que no está vinculado con ningún hombre (esposo, padre, líder de partido), sino que propone su propia agenda y con constancia ha construido un movimiento que la apoya. No es un logro menor. Y, si bien creo que para las próximas generaciones de niñas y mujeres María Corina seguramente será un modelo a seguir (gran noticia que puedan tener otros modelos, aspiraciones distintas a ser madres o Miss Venezuela), en su propuesta no hay mucho espacio para la agenda de derechos de las mujeres. Pero no quiero extenderme en un análisis de su programa.
Hablemos de la emocionalidad que aparece en sus actos de campaña: ella se convierte en quien recibe y proyecta hacia la esfera pública el descontento y el sufrimiento acumulado. Resalta que los principales testimonios que se han difundido tienen que ver con la migración en el marco de la crisis. A veces pienso que entre tantos agravios, la ruptura de las familias es el que podemos nombrar abiertamente. Hablar sobre las neveras vacías, las cosas que tuvieron que venderse para comer o comprar medicinas, los días sin poder bañarse, los zapatos rotos de tanto caminar porque no hay transporte, el sueldo que no alcanza… Todo eso se enfrenta con el pudor, porque no es muy agradable aceptar públicamente que se es pobre. Pero es imprescindible poner en la esfera pública todos esos problemas, porque a ellos se debe que nuestras familias hayan tenido que irse.
A lo mejor complico demasiado cosas que son sencillas, y simplemente vemos en redes los testimonios que se acercan más a lo que quiere difundir ese comando de campaña. Quién sabe.
Los relatos de la campaña en las redes sociales (recuerden que en un país con censura no podemos ver la campaña a través de la TV) enfatizan no solo esta emocionalidad sino la magnitud de las concentraciones y su épica. Sin duda, llenar una calle en Tucupita o Puerto Ayacucho es un logro que refleja una férrea voluntad de los asistentes, porque en esas zonas lejanas el control del Estado sobre la gente es mucho mayor (en estas capitales probablemente sea, además, el principal empleador) y también hemos visto la criminalización de todo aquel que ose apoyar su campaña así sea vendiendo empanadas. Pero además de este riesgo está la dificultad: ciudades y pueblos donde persiste la escasez de gasolina y donde el transporte público es solo un recuerdo.
El relato épico de la campaña muestra como si fueran nuevas cosas que ya hemos visto, como tratar de impedir la movilización de un candidato opositor. Ya lo vimos en la campaña de Capriles, quien también tuvo que llegar en lancha a concentraciones durante su gira por el país.
Con esto no quiero menospreciar la importancia de esta campaña de 2024, se está haciendo el trabajo necesario, sin duda. Solo quiero recordar que ya hemos visto cosas semejantes, tanto la vocación autoritaria del chavismo y su afán por obstaculizar la libre expresión de la ciudadanía, como el deseo masivo de que haya un cambio. Ciertamente, quizás hoy los agravios y el sufrimiento son mayores y por eso la probabilidad de ganar es muy alta. Pero igual estamos a la expectativa de cuál es la marramucia que hará el gobierno: inhabilitar la tarjeta de la MUD, suspender la venta de gasolina la semana de las elecciones, impedir la presencia de los testigos. En fin, todo es posible y debemos estar preparados para responder en consecuencia.
Porque, a partir de lo que se observa en las encuestas, el hecho es que Maduro podría ganar: tiene menos votantes seguros, pero ellos son los más militantes. Mientras tanto, Edmundo tiene más aprobación, pero hay un contingente de esos votantes que quizás no vote si las colas son muy largas o se mueven muy lento, si llueve o qué se yo. El reto que tenemos es la movilización de cada voto el próximo 28 de julio. El reto es especialmente grande con los jóvenes, cuya disposición a votar es menor que en otros grupos de edad. De hecho, eso ya lo vimos en las primarias: éramos los mayores quienes abarrotamos las colas para votar.
Hablar de que Maduro podría reelegirse más de uno lo interpretará como colaboracionismo. Quizás me incluirían en una de sus listas. Pero la rabia no es suficiente para cambiar la realidad y hay que trabajar duro para que Edmundo gane, pero sobre todo la sociedad civil amenazada debe contemplar el escenario de la derrota y empezar a prepararse para poder seguir en la lucha por la democracia. En ese escenario, que podría ser muy inestable, las restricciones del espacio cívico podrían aumentar significativamente y debemos organizarnos para poder seguir haciendo un trabajo que es imprescindible.
Estas últimas semanas he leído poco. Una noche, buscaba en HBO algo ligero para ver mientras arreglaba la ropa limpia; últimamente había estado viendo puras historias muy negras, sobre asesinos en serie y cosas así. Entonces el algoritmo me sugiere una producción original que parece un comedia romántica y me dije, esta es. Ahora estoy atrapada en una suerte de telenovela turca que tiene millones de capítulos y que tardaré meses en poder terminar (confieso que no la quiero abandonar). Lo más triste es que Lorenzo se acerca a mi cuarto una noche y me pregunta: “¿qué haces viendo novelas como Chepa (mi mamá)? ¿ya llegaste a esa etapa?”.
¿Llegué a esa etapa? ¿Me estoy volviendo una abuela?
magnifico. gracias.